lunes, 22 de abril de 2013

Quinto año: Literatura contemporánea con resonancias en el Romanticismo



Un amor en la plaza por Marcos Rosenzvaig
Yo, Marco Avellaneda, que nací en Catamarca, que estudié en Tucumán y que a los 2l años ya era abogado, pienso que una cabeza muerta sin brazos ni piernas ni cuerpo que la sostenga es casi inofensiva. Digo casi porque las mujeres que cruzan esta plaza se han propuesto enterrarme. Seguramente para que no sufra la penitencia a la vista de los paseantes, ni para que las inclemencias del tiempo sigan decolorando lo que, en otro tiempo, fue un relicario de mujer adolescente y enamorada. Yo, Marco Avellaneda que fui decapitado a los 28 años por haberme opuesto a vivir amordazado con un chaleco punzó, un sombrero con cinta color punzó, un poncho punzó y con el maldito color punzó hasta en los huesos, muero y mi cabeza es exhibida dos semanas en la plaza Independencia de la ciudad de Tucumán.
La plaza está desierta. El calor ahuyenta a los transeúntes a sus casas. Una mujer espera en un banco empecinado. Fortunata García, resguardada por la sombra de un naranjo desde el mediodía hasta el atardecer, no hace otra cosa que espiarme desde el vértice mismo de la plaza. En el extremo opuesto, un hombre comprometido a garantizar la seguridad de mi cabeza... Como si pudiera escapar.

Ella finge leer un libro pequeño. Seguramente se trata de una Biblia. A la altura de su boca el libro tiembla y sus ojos atardecidos de laguna de campo alunizan en los míos desteñidos. Mis ojos, si pudiera palpar mis ojos. El color, ¿habré perdido el color? ¿Qué quedó de mí? ¿Quién soy? Ni siquiera un actor, algo menos que un bufón, una cabeza de kermesse; un objeto triste repleto de recomendaciones como las de una madre a un niño el primer día escolar -no cruces la calle solo, tampoco te olvides los útiles, si querés ir al baño pedile permiso a la señorita y no te asustes...-. Comenzamos a separarnos. Ahí está ella, obstinada. Con un vientre ocupado por un hijo mudo de por vida, porque nos separamos cuando yo tenía dieciocho años. Pero ella persistió en amarme sola durante toda la vida, como ahora desde un banco. A distancia, temerosa de las miradas federales, disciplinada con su cinta punzó. Con miedo de que alguna de las mujeres emperradas en enterrarme pueda pensar que ella, Fortunata García, continúa aún enamorada.

Sí, de a poco me voy secando. Poco a poco. Serenamente, sin urgencias, sin demandas. Lo sé, aunque no tenga un espejo. Fortunata deja el libro pequeño sobre su regazo y abandona los ojos a la deriva como quien ya no busca una explicación a las cosas. Ella echó definitivamente los ojos al mar, cuidando que nadie notara la lenta oscuridad en la que se sumergía. Por eso continúa respondiendo mecánicamente los saludos de aquellos que, para ahorrar distancia, cruzan la plaza en diagonal sin inquietarse por el horror de una cabeza que cuelga de un árbol.
Aún me recorre un zumbido de patas al galope. Una sábana de polvo de patas. Un cielo surcado de sables y de gritos. Los pingos intuían que Quebracho Herrado era el principio del fin, después seguiría Famaillá y mi huida desbocada y la de Lavalle hacia el norte y la traición de Sandoval y Oribe escribiéndole a Rosas: "La cabeza de Marco brillará como un sol o como un espejo en la plaza, para que cada tucumano se mire y piense...”. Y Rosas contestándole: "Dios es infinitamente justo". El sol se había dividido en cientos de caballos incandescentes avanzando. Entonces vi el final de la batalla en los lomos brillosos de los caballos patrios. Sin ojos, sujeto a las riendas, cubierto de polvo, respirando un aire que hedía a orines, a sangre y a bosta pensé: “Moriré en los confines de este país grande en medio del polvo. Moriré en la maravillosa época de los naranjos”.

Ahora, las mujeres preocupadas por las compras del día atraviesan la plaza. El mediodía guillotina lo que queda de mí, lo que se descompone minuto a minuto. Manos prudentes obscurecen los ojos de las niñitas y recomiendan severamente no mirar hacia lo alto. Mejor es cruzar la plaza buscando piedritas de colores, escucho que dice una madre. Las moscas danzan excitadas por el festín, como si yo fuese un sol. Hacen círculos cósmicos alrededor de mi cabeza. Nada puedo hacer para torcer el destino de la pulseada. Lentamente me voy convirtiendo en carroña. Sueño con manos...

Ella se ha dado cuenta de la situación, por eso abandona su asiento para discutir con el comandante de la guarnición. El comandante extiende sus brazos como diciendo: “¿Qué quiere que haga? Cumplo órdenes señorita”. Entonces ella vuelve sin enfados, sin palabras, sin siquiera darse cuenta de la risa del comandante. Hace cuanto puede por dilatar el regreso a su banco de espera, a su observatorio de amor, a la quimera del milagro. Y el milagro se produce porque las nubes tapan al sol y el cielo se colorea en la gama de los grises y el agua cae de golpe como una bendición. Y yo me siento feliz porque la lluvia espanta las moscas y ella besa agradecida el libro pequeño y un collar de cuentas que tiene en la mano. El comandante rezonga moviendo la cabeza, como diciendo: “Aquí hay agua para rato”. Y yo imagino mis ojos convertidos en barcos navegando con la luz de los ojos de los hombres, o también con la luz de los ojos de los gatos y con la luz de los ojos confidenciales de las lechuzas. Mis ojos navegando el Paraná y el mar abierto y las costas que jamás conocí porque no tuve tiempo, porque en estos años se vive todo tan rápido que la muerte es casi una urgencia.
Yo, Marco Avellaneda, que escribí una Constitución y numerosas leyes, que escribí porque pensaba que los hombres podían comulgar distintas ideas, que pensaba que las leyes formaban un orden y que los hombres vivían al amparo de los jueces y de la Justicia, estoy aquí dando el triste espectáculo de ser una cabeza rodada como una naranja.

Todos saben que las naranjas caen como cabezas, y que hacen un ruido seco en las callecitas calurosas y angostas de veredas estrechas; tan estrechas que a veces podés darte la mano de vereda a vereda. La cosa es que la calle se extiende como una colcha de naranjas maduras de color sanguinolento y de gusto ácido:
-Porque no son para comer, m’hijo, para dulces son, para dulces. Dejá que la abuela te va a hacer un frasco grande si el niño hace todos los deberes.



El cielo escampó de golpe con las últimas luces de la tarde. Te veo cerrar el paraguas, guardar el libro pequeño y el collar de cuentas en el bolso. Te veo mirar el cielo como quien medita el pronóstico. Te veo buscar mis ojos para contarme cosas que nunca sabré. Te veo feliz en esta intimidad a orillas de la noche, con la plaza desierta y con el comandante haciéndose el distraído. Ahora que la lluvia cesó, decidís levantarte de tu banco antes de que aparezcan los paseantes. En estos tiempos es saludable evitar los comentarios y, si es posible, los pensamientos. Miro la tarde por última vez. La tarde se lleva la muerte de los hombres al cielo, y entona canciones a los hombres libres. Hay un momento de indecisión en tu partida. No me dejes solo, no permitas que los más rancios federales hagan con mi cara un baño público, no permitas que ellos obtengan puestos usando mi cabeza como tiro al blanco. Quiero que tus ojos no abandonen mi rostro decapitado, mancillado por la ignorancia. Créeme que éste no va a ser el último de los demagogos, créeme que todo y nada va a cambiar en el siglo venidero. ¡No te vayas porque ahora sí sé que te amo! Te digo lo que no pude decirte cuando tenía dieciocho años. Dame una posibilidad de inundar tus oídos con el viento del verano. Sé que siempre me vas a esperar y sé también que seré parte de la Historia y que en la Enciclopedia habrá una foto, la única de mi corta vida, y que fuiste vos la que se encargó de guardarla, y que muy cerca de mí estará tu nombre. Los dos nos encontraremos en las páginas de un libro. ¿No te parece fantástico? Adiós, mi amor, siento no habértelo dicho el día que me lo pediste. Ahora te das la vuelta. Volvés a mirarme, es una despedida. Lamento no poder decírtelo, pero estás hermosa. Los árboles han formado una cola de novia.

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martes, 2 de abril de 2013

Tercero B: Literatura Precolombina

                                               Literatura precolombina

La literatura precolombina, como su propio nombre indica, hace referencia al conjunto de obras con valor literario producidas en América antes de la llegada de Cristóbal Colón y de la subsiguiente conquista española.
En ese largo período de tiempo, que va desde el surgir de los primeros pueblos americanos hasta la mencionada conquista, existieron literaturas muy diferentes, cada una propia de una cultura o pueblo. Hay tres de ellas que, sin embargo, fueron más brillantes y conocidas, tres literaturas que van en consonancia con las tres grandes culturas americanas precolombinas: la azteca, la maya y la inca. Cada una de ellas con una lengua diferente.
En estas obras se trataba en su mayor parte de una literatura poética, que versificaba casi todos los géneros. Sabemos que su temática iba casi siempre relacionada con los dioses, bien en forma de himnos o alabanzas, de descripción o para rituales y conmemoraciones religiosas. Los pocos que llegaron al siglo XX han pasado por el tamiz de la cultura europea como ocurrió en el Popol-Vuh, el libro sagrado de los mayas.

PARA TRABAJAR EN CLASES.